No volveré sobre los principios de la educación libertaria ya enunciados por Fernand Pelloutier en 1876, y puestos en práctica por Paul Robin, Sébastien Faure y la CNT española en sus múltiples creaciones de escuelas racionalistas inspiradas en Francisco Ferrer. Estos principios, retomados incluso por Pierre Besnard en Les Syndicats ouvriers et la Révolution sociale […]

No volveré sobre los principios de la educación libertaria ya enunciados por Fernand Pelloutier en 1876, y puestos en práctica por Paul Robin, Sébastien Faure y la CNT española en sus múltiples creaciones de escuelas racionalistas inspiradas en Francisco Ferrer. Estos principios, retomados incluso por Pierre Besnard en Les Syndicats ouvriers et la Révolution sociale [los Sindicatos obreros y la Revolución social] son siempre de actualidad, y estas experiencias son conocidas. Me gustaría más bien mostrar en qué la reflexión y las prácticas de los anarquistas en materia de educación fueron más fecundas, más durables, y sin duda más profundas que la más grande de las victorias militares en el frente de Aragón. En mi opinión estas experiencias educativas, más conocidas que las colectivizaciones agrícolas o industriales, han marcado más durablemente la sociedad que toda otra práctica inspirada por la teoría anarquista, excepto tal vez la acción directa en materia sindical.

Veamos sin embargo que, cualquiera sea la época, la experimentación social o la sensibilidad de sus militantes, el anarquismo se ha preocupado siempre de la educación y la ha considerado como prioritaria. Así, ella aparece a lo largo de los textos y de los tiempos como una llave de transformación radical de los individuos y de las sociedades. Objeto central de la transformación o del mantenimiento de las sociedades, la educación siempre está en el corazón de los conflictos sociales y de lo que está en juego. Los anarquistas tuvieron tempranamente una plena consciencia de ello. Ella es un propósito mayor e ineludible. Los anarquistas no se equivocaron en ello, la reacción tampoco. Frente a la Revolución social, la República inventa la escuela laica y autoritaria teorizada por E. Durkheim[1]. Para encuadrar y atraer a sus juventudes, y así garantizar su perennidad, todas las dictaduras han recurrido a “la educación” o más bien al adiestramiento de masas, sea Mussolini, Stalin, las dictaduras africanas o aún hoy en China, o tal o cual movimiento islamista o de liberación nacional. La educación está desde siempre y para todos en el centro de la espiral emancipación/sumisión.

Para mí, la educación libertaria fue la más bella de las victorias, incluso si, lo admito, aún queda camino  por recorrer hasta el anarquismo, pues su influencia fue  constante y fértil. Ella es una manifestación constructiva y permanente del anarquismo social. Estas proposiciones –en otros tiempos inmorales y revolucionarias- han irrigado largamente las reflexiones y las prácticas pedagógicas contemporáneas. Ellas son hoy, incluso si algunas siguen aún marginales, muy ampliamente integradas en las costumbres. Ellas continúan por otro lado –lo que demuestra su carácter emancipador- a ser, ya sea combatidas por todos los talibanes del pensamiento, o ampliamente preconizadas aún, incluso por la Unesco, cuando se trata de ganar incluso mínimamente en democracia. ¿Qué decir de la corriente de la nueva Educación sin los aportes determinantes de Charles Fourier y de Pierre-Joseph Proudhon? ¿Y de la educación mixta sin la militancia de Paul Robin? ¿Qué de la higiene y de la educación del cuerpo sin Francisco Ferrer? ¿Qué sería de la emancipación para la educación sin las resoluciones de la AIT? ¿Y de Freinet, Dewey, Rogers y de algunos otros sin las contribuciones y las semillas del pensamiento libertario en materia de educación? En efecto, los anarquistas no fueron los únicos en lanzarse en el combate educativo, ni sus únicos iniciadores, otros progresistas se sumaron a ellos, pero nunca los anarquistas desertaron este terreno de lucha y sus aportes fueron a mi manera de ver decisivos[2].

Es por esto que considero que la educación libertaria es la más profunda y la más durable de las victorias del anarquismo contra la sociedad autoritaria pues ella la hizo retroceder en numerosos puntos. El pensamiento educativo libertario, es verdad, ha sido en gran parte absorbido, digerido por el pensamiento pedagógico oficial: rechazo de la violencia y de la omnipotencia del maestro, retirada de la coacción, pedagogía de proyecto, lugar a la palabra y reconocimiento del otro, libertad para aprender. Claro, ella ahí ha perdido en pureza y en radicalismo, la recuperación y la evolución de las costumbres han hecho su trabajo, pero recuperándola toda la sociedad ha progresado y el autoritarismo y el paternalismo de antaño han retrocedido ampliamente. En consecuencia, a pesar de la resistencia de los conservadores de toda clase, las costumbres y las prácticas sociales son más libertarias que ayer y entonces más civilizadas. En esto la educación ha sido un vector primordial.

De la misma forma, el pensamiento educativo anarquista está en varios aspectos hoy caídos en desuso (educación mixta) o aprobados (pedagogía activa). Se trata entonces, a la vez, de salvar un obstáculo, de volver a darle vigor y radicalidad, entiéndase renovarlo a fin de que irrigue de nuevo las evoluciones sociales. La reivindicación fuerte de la autogestión pedagógica[3] es sin duda una de las pistas posibles. En la medida en que uno reivindique la autogestión pedagógica, que se la ponga en práctica en y para la educación, el término en sí mismo tiene crédito socialmente, las prácticas tienden a lo posible, los modos de gestión y de decisión se arraigan en los actos y el pensamiento. La autogestión se vuelve una realidad tangible, una práctica social compartida, un lugar de ejercicio de una ciudadanía restaurada: queda desplazarla del terreno de la educación al terreno socio-económico… No es fácil, no es seguro, pero posible. Desarrollemos modos de acción y de pensamientos educativos en ruptura y tengamos confianza en los individuos libres para difundirlos e imponerlos en la realidad social.

¿Qué moral, como nuestros “buenos maestros” de ayer lo habrían hecho, extraer de esta historia? La educación sigue siendo el perro guardián de las sociedades autoritarias y religiosas pero la educación es también, con o sin recuperación, la palanca de las transformaciones sociales, el fermento del humanismo libertario. Es por esto que, nosotros anarquistas, debemos continuar a obrar en el campo educativo e intentar reforzar permanentemente este florón del anarquismo revolucionario con el fin de que deje trazos profundos y fecundos sobre el terreno social. La educación prepara la Revolución, ella es una herramienta y una forma de gradualismo revolucionario[4] que se practica sin saberlo. Ella es también, y en eso es esencial, un laboratorio de ideas, una puesta a prueba de nuestros principios, una experimentación de nuestras prácticas, en pocas palabras, una anticipación realizadora…


[1] Si la escuela laica tenía por objetivo combatir la Revolución social, ella apuntaba también y al mismo tiempo a combatir el clericalismo.

[2] Para persuadirse de esto, basta con constatar, con algunas excepciones, la po­breza de la reflexión pedagógica de la corriente socialista autoritaria y constatar el espíritu libertario que alimenta el pensamiento de los autores citados.

[3] No se trata de una práctica radicalmente nueva, bien conocida en el movimiento Freinet o por los que practican la pedagogía institucional, pero de una reivindi­cación y de una adhesión reafirmada.

[4] Gradualisme révolutionnaire, ver: “Spezzano Albanese: l’expérience communali­ste” en le Quartier, la commune, la ville… des espaces libertaires, Éditions du Monde Libertaire / Éditions Alternative Libertaire, Paris-Bruxelles, 2001.

Este artículo fue publicado originalmente en “Educación Anarquista: Aprendizajes para una sociedad libre”, Editorial Eleuterio, 2012

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